30 de enero de 2012

UN PENSAMIENTO INMADURO (2ª PARTE)


b) Considerando algunas objeciones.


Quizás se pueda objetar que las sociedades más desarrolladas están comenzando a proteger y conservar la naturaleza. Desde 1872, el número de espacios naturales protegidos y su superficie vienen incrementándose notablemente en todo el mundo. Se celebran, desde hace décadas, reuniones para lograr acuerdos a nivel internacional que protejan la naturaleza. Todo esto no contradice que exista la incompatibilidad entre sociedad tecnoindustrial y naturaleza salvaje de la que se está hablando aquí. Veamos por qué. En primer lugar, esa protección, para poder existir, sólo puede ser localizada y no general. En este sentido, muchos rincones de la geografía española y mundial han recibido una figura de protección ambiental (parque nacional, parque natural, reserva natural, etc.), quedando el resto a merced del desarrollo y el progreso. Que no se me entienda mal: estoy señalando que la protección, al ser de inicio parcial y concreta, será inevitablemente ineficiente en términos generales. Ni siquiera entro, en esta ocasión, a valorar esa protección como medio para detener el deterioro de la naturaleza salvaje, pero sí puedo decir que las normativas sociales, sean del tipo que sean, no son efectivas durante mucho tiempo cuando se enfrentan al desarrollo del sistema tecnológico. Y en eso, las normativas y leyes proteccionistas no son una excepción.
De hecho, hay ejemplos bien conocidos y notorios con unos espacios naturales que tienen una figura de protección legal muy importante (Parque Nacional): Las Tablas de Daimiel y Doñana. En el primer caso, se declararon Parque Nacional en 1973 para protegerlas de la desecación. Recientemente, esos humedales han sufrido una regresión importantísima hasta el punto de producirse incendios subterráneos en sus turbas. Se culpa de la situación a los cientos de pozos ilegales que se han excavado en las últimas décadas para regar terrenos de cultivo. El desarrollo, legal o ilegal, ha doblegado las leyes de protección. En el segundo caso, las infraestructuras vinculadas al desarrollo urbano y económico, junto con otros factores como la contaminación, vienen a demostrar las debilidades de la protección por normativas ante el desarrollo de la sociedad tecnoindustrial.

Pero, dejando a un lado la eficacia de tales medidas localizadas, existen procesos de cambio a nivel planetario que tienen sus efectos sobre cualquier rincón concreto. El tan manido cambio climático, por ejemplo, parece que acabará por afectar (se cree que negativamente) a la mayoría, si no a todos, los lugares protegidos con normativas de esa clase. Se puede dudar, con cierta razón, de la fiabilidad de muchos de los pronósticos sobre las consecuencias del cambio climático, pero las cosas del clima están cambiando y parece que rápido. Puede que se celebren muchas cumbres mundiales “para salvar el clima”, pero los acuerdos, en caso de alcanzarse y de que sirvan para algo, serán débiles frente al desarrollo del sistema tecnológico. Esta premonición está sustentada por muchas experiencias que corroboran la tendencia sistemática al crecimiento tecnológico por encima de todo. Y sin embargo, el ideal de un posible desarrollo “mejorado” y armonizado (“sostenible”) sigue teniendo credibilidad.
Estos procesos de cambio a nivel planetario no se quedan sólo en el cambio climático. La introducción de nuevas especies en los ecosistemas de una región, ya estén protegidos o no, amenazan la estabilidad y la diversidad natural. Estas introducciones de nuevas especies no son realizadas por alguien intencionadamente, en la mayoría de los casos. Sino que son el resultado del intercambio de “productos” y “recursos” a nivel global que las sociedades más desarrolladas requieren. De nuevo, puede que se saque a colación que se necesita un mayor control sobre estos intercambios, una mayor seguridad, una mayor protección. Pero la seguridad total sólo es un mito que la sociedad tecnoindustrial promueve para seguir desarrollándose y, al hacerlo, causando más problemas, a los que también habrá que aplicar un “protocolo de seguridad”. En definitiva, las regulaciones de este tipo servirán de poco (o nada) a la naturaleza en general mientras el origen del problema siga vivo y coleando.
La legislación proteccionista se asemeja demasiado al caso de los cuidados paliativos para un enfermo terminal. Pueden lograrse ciertas mejorías (como que algunas especies remonten su picado hacia la extinción), pero lo que causa su enfermedad sigue ahí. Si algún día la naturaleza puede lograr recuperarse en términos generales, sólo será porque su mal, el sistema tecnológico, habrá desaparecido.
Hay que reconocer que esas mejorías relativas sí tienen algunos efectos propagandísticos eficaces. Hay gente que se cree que esta sociedad protege cada vez más la naturaleza. En las sociedades más desarrolladas, ciertos lugares concretos han sufrido “mejorías”: hay más árboles, más bosques, más servicios de limpieza, aire de mejor calidad, etc. No obstante, el balance a nivel global es claramente contrario a la naturaleza salvaje, como ya se mencionó antes. Hay que insistir en que incluso esas mejorías relativas están sujetas a las amenazas de esta sociedad global. Y eso concediendo de antemano que sean realmente mejorías.
Una cosa muy importante cuando se realizan comparaciones es dejar claro las escalas y las referencias iniciales que se toman. Por ejemplo, el estado del medio ambiente de una ciudad se puede estudiar de modos muy diferentes que nos lleven a conclusiones opuestas entre sí. Y todo por las referencias iniciales, las escalas que se tomen y las variables que se midan o se tengan en cuenta. Pongamos que se tratase de comparar la contaminación en el aire en una ciudad. Dependiendo del periodo de tiempo elegido, se obtendrían unos resultados u otros. El estado de contaminación del aire en una ciudad industrial de hace 100 años podría ser muy diferente a su estado actual. Hace 100 años la ciudad podría estar envuelta por una atmósfera cargada con los humos de la quema de carbón procedentes de las industrias y de las calderas de los edificios. Hoy día las industrias se han sacado de los núcleos urbanos, utilizan electricidad con lo que, localmente, no empeoran la calidad del aire. Además, en los centros urbanos se ha limitado o prohibido el tráfico motorizado y los carburantes no llevan plomo. Visto así, la conclusión podría ser que ha habido un progreso considerable en este aspecto concreto. Pero estaríamos viendo sólo una porción reducida de la realidad. Una manera de ampliar esa visión sería tener en consideración la contaminación que se genera para abastecer a la ciudad de energía y productos, y la contaminación que producen los residuos que genera la ciudad aunque no se encuentren ya en la misma ciudad. El análisis también se podría completar observando más variables, no sólo la calidad del aire (como se ha hecho en este ejemplo). Hay muchas maneras de ver cómo una población afecta a su entorno e interacciona con él y no todas son adecuadas para comprender el problema en su totalidad. Hay que cuidarse, por tanto, de análisis parciales, sesgados o reduccionistas.
Otro ejemplo bastante ilustrativo es el de la superficie arbolada en la península ibérica. Con el notorio descenso de la ganadería extensiva, la superficie arbolada se ha incrementado en poco tiempo y muchos lugares, si se les dejase, evolucionarían hacia bosques maduros. Comparando con lo que sucedía hace un siglo, habría una mejoría en este aspecto concreto en un lugar concreto, la península ibérica. Sin embargo, a nivel mundial la deforestación es la norma y lo que predomina haciendo balance en ese mismo periodo.
La complejidad del sistema actual y de sus relaciones con la naturaleza es un peligro latente. Lo que parece “arreglarse” por un lado, se estropea por otro. Así, por ejemplo, las mejorías mencionadas antes podrían morir de éxito. Por ejemplo, los espacios naturales se protegen también como incentivo al turismo en determinadas zonas. La toma de contacto de la gente con esos parajes ayudaría a cambiar su mentalidad, según la teoría de la “educación ambiental”. Y eso dicen también los promotores de esos espacios. Sin embargo, si acude mucha gente a esos lugares, se inician procesos de deterioro ecológico debido a la afluencia masiva de personas. La revolución industrial fomentó un crecimiento exponencial de la población humana generando masas humanas en las zonas más desarrolladas. Ahora a la sociedad tecnoindustrial se le plantea el dilema de reeducar a sus masas para que tomen un camino verde. Pero, al hacerlo, esa reeducación se topa con los mismos límites ecológicos que la sociedad ya había forzado. Algunos especialistas en conservación y en educación tratan de solucionar este dilema sin reconocer la incompatibilidad obvia que planteo aquí.
Hace tiempo también que se están poniendo en práctica ciertos trámites burocráticos para certificar un tipo de desarrollo no demasiado abusivo (por decirlo de alguna manera). Hablo de las declaraciones de impacto ambiental. Quizás, puede que alguno de estos trámites haya evitado que algunos espacios con alto valor biológico fueran destrozados (en su lugar, seguramente se sacrificaron espacios de un valor biológico “menor”). Pero todos estos trámites no detienen el progreso y, en muchos casos, son simples trámites administrativos.
¿Qué tipo de “naturaleza” protegen las sociedades tecnológicas punteras? ¿Cómo la protegen? ¿Lo hacen lo suficientemente rápido? ¿Son realmente eficaces en ello? ¿Se protegen y conservan lugares a mayor o menor velocidad de lo que se degradan y destruyen otros? ¿Compensa? Estas son algunas de las preguntas clave para discutir seriamente este tema. Los hechos parecen confirmar mi posición. Lamentablemente, cuando se habla de cómo se protege y conserva la naturaleza en las sociedades desarrolladas, no se las suele tener en cuenta. Ilusamente, se consideran esperanzadores casos concretos y parciales de conservación de espacios naturales; mientras que los espacios salvajes a nivel mundial disminuyen, se degradan o se gestionan para el beneficio de la civilización tecnológica. Únicamente son esos espacios salvajes los que garantizarían el futuro de especies salvajes que tuvieran ocasión de participar en el proceso de la evolución natural. Para la civilización tecnoindustrial son prescindibles, en su estado natural, y necesarios para su propio desarrollo.
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